sábado, 18 de octubre de 2008

Onomatopeyas

Quizás, cuando te paras a pensar sobre lo horrendo, descartas automáticamente aquello que se considera hermoso. Craso error. No hay nada más horroroso que la propia esencia de la belleza.
La historia que hoy narro habla de un deseo. Un deseo más. Pero como reza la frase, cuidado con lo que deseas.
Todo comienza una fría noche de un mes cualquiera. Sentado en el borde de mi cama observo los cuadros de un libro acerca del simbolismo pictórico. Ensor, Redon, mi adorado Moureau, descargan imágenes que mis ojos intentan grabar para el resto de mis días. El simbolismo representa (a mi juicio) el movimiento más subyugante del pincel.
De repente, al pasar una hoja, lo veo de frente. Como una onomatopeya: directo, sin sentido y con significado. Una hermosa mujer acostada en una cama, y una figura que la observa fumando. Pierre Bonnard. La indolente.
He visto algunas mujeres igual que el personaje que sostiene el cigarro, pero la mujer del retrato parecía más viva que mis amantes. Más bella.
En ese momento caí en la cuenta. Me había enamorado de un retrato. Yo quería ser el personaje que fumaba su pitillo mientras observaba a la musa. Quería que sus sábanas fueran mi humo y que sus espejos fuesen mis ojos.

Esa noche precedería muchas noches similares hasta que, una fría noche, caminando por la calle, observando los árboles, intentando evitar cada farola, me paré en medio de la carretera. Donde ir? Ni idea. Entonces pensé que era un buen momento para abandonar el camino y tomarme una cerveza. Me valía cualquier bar, solo tenía que cumplir tres condiciones: cerveza, tabaco y abierto. Encaminé mis pasos hacia la luz de neón más cercana y dí con mi cuerpo en un pub irlandés. Pedí una cerveza y encendí mi cigarro. Solo tres personas y un par de borrachos. Observaba a ver si por remota casualidad podría emprender una conversación al menos interesante. Nada. No veía a nadie dispuesto a malgastar saliva.
Bajaba la cerveza enfriando la garganta como un anhelado maná. La mirada perdida en el vacío y el fugaz sonido de una puerta que se cierra. Eso fue ruido, lo que vino después, la más sonora onomatopeya.
Yo miraba, lanzando el humo de mi cigarro. Y ella no estaba tumbada. Estaba de pie pero igual de bella, igual de fantasmagórica, igual de indolente. Se acercaba. El sudor empezaba a refrescar mi espalda más que la cerveza. Se paró delante mía, como si esperase una frase de complacencia. Pero escuchó lo que deseaba en realidad. Nada.
-Perdona, ¿Te conozco? Lanzó por encima de su melancólica sonrisa.
-No, pero llegué a pensar que así era.
Se acerco más y plantó dos besos en sendas mejillas. Después se presentó.
-Soy Sarah
-Charles- Repliqué.
Lo que vino después fue lo de siempre: conversación tópica con mil tópicos y una simple intención: representar el cuadro.
Las luces de las farolas eran las estrellas esa noche vestida de niebla. Era ya tarde e ibamos agarrados, dando tumbos y besos que adelantaban los acontecimientos. A veces nos quedábamos absortos mirando el uno cara el otro, y algo parecia que quisiese que no mirase más. Parecía tan perfecto, que a ninguna cosa extraña hice caso. Y debería haberlo hecho.
Llegamos a mi casa. Abrí la puerta de mi habitación y la empujé contra la pared. Mis manos buscaban sus caderas como un viejo minero arruinado buscaba oro en los años de la quimera. Intenté desabrocharle el sujetador pero para mi sorpresa no encontré nada. Mejor. Creo que nunca me regodeé tanto con tan poco. Ella me agarró y me tumbó en la cama. Aquí empezó todo.

Primero fuí el cura cuya estaca era bendecida en la pila bautismal del altar de su templo. La estaca se sumergía y salía flote, mientras el agua bendita desbordaba los laterales de la pila, haciendo brotar espuma como si una concha de nácar fuese a guardarla y crear una nueva Afrodita.
Después me abalance sobre ella, como si el espiritú de un sádico vampiro tomase posesión de mis instintos. Mientras, mordía su cuello, su espalda, como si jugase con su vida, ahora en mi poder. En un segundo eterno, descendí su cuerpo, mis ojos ávidos de sed se pusieron y empecé a beber de su existencia. Ella parecía transformarse pues su cuerpo se contoneaba y sus músculos palpitaban febrilmente, como si su postrer aliento escapase en mi boca.
Acabamos siendo yo Van Helsing y ella Drácula: mi estaca atravesaba su infecto corazón, mientras en su vampírica y terrorífica forma tatuaba sus largas uñas negras en mi espalda. Los gemidos de muerte invadían la estancia, chocaban contra las paredes trayendo un eco de ultratumba. Sus largos colmillos blanco profanado mordían mi cuello haciendo fluir la sangre a borbotones de lujuria. Nuestros cuerpos, presas de un éxtasis místico se contoneaban al ritmo de la música blasfema en si bemol que nuestros gritos componía. Pero en un momento todo paró, quedamos ambos sepultados bajo las sábanas y un silencio digno del abismo reinói durante cinco minutos. Entonces, me levanté.
La silla que estaba al lado de la cama me sirvió de reposo y cogí un cigarro. Lo encendí. Era la imagen que tanto me había cautivado. Era yo ahora esa figura que la observaba: tan bella, tan indolente, tan...
Igual. En ese momento me dçi cuenta. No era casualidad, no era un milagro ni una ensoñación, era una maldición. La agarré y la zarandeé preguntando a gritos quién era. Yo lo sabía pero no quería creerlo. Quería un no, que no era ella.
-Te he sentido y te he buscado. Tu me deseabas y yo decidí cumplir tu deseo.
-¿Qué eres?-Gritaba presa del terror
Ella esbozó una sonrisa.
-No, no, no. Es imposible
Su sonrisa se hizo más grande, más maléfica.
-Ahora tendrás una eternidad para seguir deseándome.

Han pasado ya demasiados años. Y esta es la historia. La deseé más que nada, y nada he lamentado tanto. Es cierto, sigo disfrutando de su compañía lujuriosa, sigo maldiciendo cada noche en la que absorto la miro indolente mientras fumo mi cigarro. Ella está ahí para siempre, pero eso es demasiado tiempo. La deseé con toda el alma, pero a un pobre muerto, a un pobre vampiro...¿Qué alma le queda?